12. LA LENCERÍA ERÓTICA
Aunque la lencería sea cara, me gusta usarla de vez en cuando. Ya se que se puede comprar lencería a buen precio incluso en el mercadillo del barrio, pero no es lo mismo. Y no es lo mismo empezando por como te atienden y como te miran: en la parada del barrio, las vecinas y la vendedora suelen soltarte bromas o cosas peores, mientras que en la tienda oportuna te tratan como a una dama.
Así que, de vez en cuando, me gasto algo de dinero en la lencería. Aparte de la negra y la roja, hay una lencería sexy de color blanco que me encanta, y hecha con magníficos hilos suaves y agradables al cuerpo. El cuerpo es lo que importa al fin y al cabo, y se puede ir sexy pero cómoda.
El problema de la lencería está en que, tarde o temprano, terminas por colgar alguna foto con lencería para que te vean conocidos y desconocidos, y la lencería suele atraer, más pronto que tarde, al pervertido de turno. Y que conste que digo "pervertido" con toda la naturalidad, el respeto e incluso el cariño.
Mis experiencias con la lencería son muy diversas: he encontrado a tipos que, tras elogiar tu lencería, solo pretendían que se la prestase para masturbarse con ella. Y luego están los que llegan a la cita y, nada más verte con la lencería, ya se están corriendo sin darles tiempo ni siquiera a bajarse la bragueta.
Pero por fin están los más sofisticados, los que asocian la lencería a otros asuntos.
Eso es lo que me pasó con Marcelo, un amigo de Tarragona a quien conocía por medio de mi amiga Abigaíl. Abigaíl me había advertido tiempo atrás de las ventajas y los riesgos de citarse con Marcelo, tras hablarme encantada de la tarde que pasó en su casa. Inolvidable, me dijo. Eso sí: llévate ropa de recambio, y llama a Marcelo solo si quieres vivir algo diferente. El tema es que fue Marcelo quien me llamó (di por hecho que Abigaíl le habló de mi) y yo no pude resistirme.
Marcelo es de los duros y aficionados a la lencería. Me convenció. Me presenté en su casona con una lencería blanca que me había costado un dineral. No os voy a contar todo lo que sucedió: creo que basta con decir que empezó por atarme la manos a la espalda, luego sacó su látigo de siete puntas y que, cuando dio por terminada la sesión, yo estaba poco presentable y mi lencería hecha añicos, repartida por casi todas las habitaciones de su pisazo. Incluso quedaron fragmentos de mi vestuario coqueto en su terraza orientada al mar. No os quiero contar el dinero que me dejé ahí.
Menos mal que había ido prevenida y llevé unos tejanos, una camiseta y unas zapatillas, las únicas piezas con las que regresé a casa a la mañana siguiente.
Menos mal que mi marido no sabía de esa lencería blanca y no la echó de menos.
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