74. ¡MÉTEME TU OREJA!

Tras unos días muy duros en su trabajo, Berta decidió relajarse un fin de semana y se fue sola a un balneario de la costa. Su marido comprendió la necesidad de Berta aunque, conociéndole, solo le pidió una cosa:

-Si te lías con alguien, ya lo sabes... como siempre: mándame una foto para que lo pueda disfrutar a mi manera.

-Por supuesto que lo haré  -le respondió ella- Aunque esta vez voy a descansar y no creo...

Él se sonrió: sabía de sobra que Berta era capaz de reponerse en poco tiempo y que aunque no fuese así iba a encontrar la ocasión de tener sexo: es una mujer con buen ojo y mucha suerte para esos asuntos.

Berta llegó al balneario a media mañana. Se puso el bañador y el albornoz y se fue para las piscinas termales. Quizás por el agua caliente, o por la visión de la gente casi desnuda, enseguida sintió que le apetecería tener un encuentro. Incluso las personas en albornoz le resultaba excitantes, ya que la desnudez que se adivina bajo esa ropa blanca puede ser más estimulante que el propio cuerpo desnudo por completo.

Sin embargo, no sucedió nada especial. A la hora del almuerzo se sentó en la mesita que le habían reservado y miró a su alrededor mientras la emprendía con la ensalada: la mayoría de los demás clientes eran parejas de una cierta edad, aunque también había jóvenes enamorados en una escapada romántica. Pero poco después de ella llegó un hombre solo, que se sentó dos mesas más allá. Era un cincuentón no muy guapo, pero su rostro y su gesto le indicaron que es uno de esos hombres que saben tratar a una mujer en la cama y saben como hay que dar placer. Y, sin duda, también es de los que sobra saben como obtener placer de una mujer.

Berta cruzó la mirada con él varias veces, pero el hombre no parecía interesado en sostenerle la mirada. Por la tarde y tras una siesta en la que Berta se masturbó para relajarse mejor, se hizo dar un masaje que posiblemente la excitó más y luego regresó a la piscina de agua caliente. Allí vio de muevo al hombre del comedor en el otro extremo de la misma piscina. De nuevo se cruzaron las miradas y de nuevo él las rehuyó.

A la hora de la cena, Berta decidió acometer un último intento y se presentó al comedor con falda cortita y sin braguitas. Miró al hombre y al mismo tiempo descruzó sus piernas. Ahora, por fin, el hombre le sostuvo la mirada con intensidad y sin disimulo. Y solo la apartaba para mirar bajo las patas de la mesa. Le guiñó un ojo.

Tras terminarse los postres, Berta salió al jardín y se sentó a fumar en un banco. No tardó mucho en ver la llegada del tipo, andando decidido entre las sombras:

-Buenas noches, señorita -le saludó.

-Señora -le corrigió ella.

-Señora, me presento: me llamo Gabriel.

Fumaron en silencio durante unos minutos, al cabo de los cuales él le puso la mano en el muslo desnudo, a lo que Berta respondió con un suspiro profundo. Ni hubo que decir nada más.

Dos minutos más tarde, ambos estaban en la cama y él la estaba besando en el clítoris con su faldita puesta.

Mientras él se entregaba a darle placer con la lengua, Berta le acariciaba las orejas y así fue como se dio cuenta de que sus pabellones, además de grandes, eran más duros de lo habitual.

Tras un buen rato en el que él consiguió arrancarle dos orgasmos a Berta, le confesó que sufría de disfunción y que no iba a poder penetrarla. Berta se encontraba tan excitada que, casi sin pensarlo, le exigió:

-¡Fóllame con tu oreja, Gabriel! ¡Por lo que más quieras!

Él no se sorprendió demasiado y se tumbó debajo, y ella se sentó encima de su oreja y se las apañó para frotarse contra ella hasta que sintió todo el cartílago dentro de su vagina. Luego repitió con la nariz y obtuvo otro orgasmo.

Mucho rato más tarde Berta cayó en la cuenta de que no le había mandado ninguna foto del evento a su marido, de modo que le pidió a Gabriel simular que la penetraba por detrás mientras se sacaba un par de selfies para el maridito.

A partir de aquél día, cuenta Berta, siempre se fija con las orejas de los hombres que se cruza por la calle.



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